Cuento: Johnny Mnemonic

William Gibson


Luego de la ausencia vuelvo a compartir cuentos con ustedes. En esa ocasión les traigo esta interesante historia de ciencia ficción de William Gibson. El de la foto es Keanu Reeves quien interpreta al personaje en una adaptación cinematográfica del relato. Al principio pueden sentirse un poco desorientados porque las descripciones nos hablan de un mundo diferente y oscuro propio del autor.

***

Metí el arma en un bolso de mano Adidas y la envolví con cuatro pares de medias de tenis; no era en absoluto mi estilo, pero eso era lo que yo buscaba: si piensan que eres bruto, sé técnico; si piensan que eres técnico, sé bruto. Soy un muchacho muy técnico. Así que resolví hacerme lo más grosero posible. Hoy día, sin embargo, tienes que ser muy técnico hasta para aspirar a la grosería. Tuve que moldear con un torno las dos balas de latón calibre doce, y luego cargarlas yo mismo; tuve que buscar una vieja microficha con instrucciones para la carga manual de cartuchos; tuve que fabricar una prensa de palanca para asentar los detonadores: todo muy complicado. Pero sabía que funcionarían. 

La reunión estaba programada en el Drome a las 23:00, pero seguí en el metro hasta tres paradas después de la estación más cercana y regresé caminando. Procedimiento impecable. 

Verifiqué mi aspecto en la pared cromada de un quiosco de café, un típico caucasiano de rostro astuto y una cresta de pelo tieso y oscuro. En el Bajo el Cuchillo las chicas estaban con la fiebre de Sony Mao, y se hacía difícil impedir que agregasen la elegante insinuación de pliegues epicánticos. Aquello tal vez no engañase a Ralfi Face, pero podría llevarme hasta cerca de su mesa. 

El Drome consta de un solo espacio angosto, con una barra a un lado y mesas al otro, atiborrado de rufianes y tratantes, y un misterioso surtido de traficantes. Aquella noche estaban en la puerta las Hermanas del Perro Magnético, y no me atraía la idea de tener que pasar junto a ellas al salir si las cosas no llegaban a marchar bien. Medían dos metros de altura y eran delgadas como galgos. Una era negra y la otra blanca, pero aparte de eso eran casi tan idénticas como la cirugía cosmética las había podido hacer. Eran amantes desde hacía años, y tenían fama de violentas. Nunca supe con certeza cuál de las dos había sido varón en un principio. 

Ralfi estaba sentado a la mesa de siempre. Me debía un montón de dinero. Yo llevaba cientos de megabytes guardados en la cabeza, en una base informática del tipo idiota/sabio, a la que no tenía acceso consciente. Ralfi me la había dejado allí. Sin embargo, nunca había vuelto para buscarla. Sólo Ralfi podía recuperar la información, con una frase código inventada por él mismo. Para empezar, no soy barato, pero el precio de mis horas extras como depósito es astronómico. Y hacía tiempo que Ralfi brillaba por su ausencia. 

Entonces oí decir que Ralfi me quería dar un contrato. Quedé en encontrarme con él en el Drome, pero concerté la cita bajo el nombre de Edward Bax, importador clandestino, recién llegado de Río y Beijín. 

El Drome apestaba a negocios, un olor metálico de tensión nerviosa. Los musculosos camorreros, dispersos entre la multitud, se flexionaban partes abultadas unos frente a otros y ensayaban sonrisas estrechas y frías; algunos estaban tan perdidos bajo superestructuras de injertos musculares que sus rasgos no eran verdaderamente humanos. 


Disculpen. Disculpen, amigos. Es sólo Eddie Bax, Rápido Eddie el Importador, con su bolso de gimnasio profesionalmente soso, y por favor no se fijen en esta abertura, apenas lo bastante amplia para meter por ella la mano derecha. Ralfi no estaba solo. Ochenta kilos de carne rubia californiana se apoyaban en actitud de alerta en la silla de al lado, artes marciales escritas por todo el cuerpo. Rápido Eddie Bax se había sentado frente a ellos antes de que las manos del montón de carne se hubieran separado de la mesa. 

—¿Eres cinturón negro? —pregunté prontamente. El asintió; ojos azules que realizaron una exploración automática entre mis ojos y mis manos. 

Yo también — dije—. Tengo el mío aquí en el bolso. —Metí la mano por la abertura y quité el seguro. Clic— Cañón doble de calibre doce con los gatillos unidos. 

—Eso es un arma —dijo Ralfi, poniendo una mano gorda y moderadora sobre el tenso pecho de nailon azul de su muchacho—. Johnny tiene un arma de fuego antigua en el bolso. —Al diablo con Edward Bax. 

Supongo que siempre había sido Ralfi Fulano o Mengano, pero debía ese apodo adquirido a una singular vanidad. Con cuerpo de pera demasiado madura, había lucido durante veinte años el antaño famoso rostro de Christian White: Christian White de la Banda Aria de Reggae, el Sony Mao de su generación, y campeón último del rock racial. Soy un genio de la banalidad. 

Christian White: rostro clásico del pop, con la alta definición muscular de un cantante, pómulos cincelados. Angelical en un sentido, bellamente depravado en otro. Pero eran los ojos de Ralfi los que vivían bajo aquel rostro, ojos pequeños y fríos y negros. 

—Por favor —dijo—, resolvamos esto como hombres de negocios. —El tono de su voz era de una horrible sinceridad prensil, y las comisuras de su hermosa boca de Christian White estaban siempre húmedas.

— Este Lewis —dijo, señalando al chico de carne con la cabeza— es una albóndiga. —Lewis encajó aquello impávido, con aire de algo armado con piezas.—Tú no eres una albóndiga, Johnny. 

—Claro que lo soy, Ralfi, una albóndiga atiborrada de implantes donde puedes almacenar tu ropa sucia mientras buscas gente que me mate. Por lo que hay en este lado del bolso, Ralfi, se diría que tienes algo que explicar. 

—Es esta última hornada de productos, Johnny. —Soltó un suspiro profundo.— En mi papel de corredor... 

—De traficante —corregí. 

—Como corredor, tengo mucho cuidado en lo relativo a fuentes. 
—Tú sólo les compras a los que roban lo mejor. Entiendo. Volvió a suspirar. 
—Trato —dijo fatigosamente— de no comprarles a locos. Esta vez lo he hecho, me temo. El tercer suspiro fue una seña para que Lewis activara el disociador neural que habían pegado bajo mi lado de la mesa. 

Puse toda mi fuerza en doblar el dedo índice de la mano derecha, pero fue como si ya no estuviese conectado a él. Sentía el metal del arma y el acolchado de goma espuma con que había envuelto la culata corta, gruesa; pero mis manos eran de cera fría, distantes e inertes. Esperaba que Lewis fuese una verdadera albóndiga, bastante obtuso como para ocuparse del bolso y quitarme el dedo del gatillo, pero me equivoqué. 

—Hemos estado muy preocupados por ti, Johnny. Muy preocupados. Verás, lo que tienes ahí es propiedad de los Yakuza. Se los robó un loco, Johnny. Un loco de atar. 


Lewis soltó una risita. 

Entonces todo cobró sentido, un horrible sentido, como bolsas de arena húmeda que se apilaban alrededor de mi cabeza. Matar no era el estilo de Ralfi. Ni siquiera Lewis pertenecía al estilo de Ralfi. Pero había quedado atrapado entre los Hijos del Crisantemo de Neón y algo que les pertenecía; o, lo que quizá era aún más probable, algo de ellos que pertenecía a algún otro. Ralfi, naturalmente, podía usar la frase código para volverme idiota/ sabio, y yo arruinaría su programa sin recordar ni una sola nota. Para un traficante como Ralfi, por lo general eso habría sido suficiente. Pero no para los Yakuza. Los Yakuza sabrían lo de los Calamares, por una parte, y no iban a molestarse en que alguien me sacara de la cabeza aquellas huellas tenues y permanentes de su programa. Yo no sabía gran cosa de los Calamares, pero había oído historias, y me cuidaba mucho de no repetírselas nunca a mis clientes. No, a los Yakuza no les gustaría eso; se parecía mucho a una prueba. No habían llegado a donde estaban dejando pruebas por ahí. O vivos. 

Lewis sonreía. Creo que se estaba representando un punto justo detrás de mi frente, e imaginando cómo podría llegar hasta él por las malas. 

—Eh, vaqueros —dijo una voz suave, femenina, desde algún lugar detrás de mi hombro derecho—, no parecen estar pasándola muy bien que se diga. 

—Fuera, perra —dijo Lewis, la cara bronceada muy quieta. Ralfi no tenía expresión. 

—Cálmate. ¿Me quieres comprar base de la buena? —Apartó una silla y se sentó antes de que ninguno de ellos se lo impidiese. Apenas entraba en mi campo visual: una muchacha delgada con lentes espejados, el pelo oscuro, áspero y corto. Llevaba una chaqueta de cuero negro abierta sobre una camiseta cruzada en diagonal por rayas rojas y negras.— A ocho mil el gramo. 

Lewis bufó exasperado, y trató de derribarla de la silla de un manotazo. Por alguna razón no consiguió tocarla; la mano de ella se levantó y pareció rozarle la muñeca al pasar. Un chorro de sangre brillante salpicó la mesa. Lewis se apretó la muñeca con fuerza; la sangre se le escapaba entre los dedos. 

Pero, ¿no tenía ella las manos vacías? 

Lewis iba a necesitar un grapador de tendones. Se levantó cuidadosamente, sin molestarse en apartar la silla. La silla cayó hacia atrás y él salió de mi línea visual sin decir una palabra. 

—Debería buscarse un médico que le mirara eso —dijo la chica—. Es un corte de los feos. 

—No tienes idea —dijo Ralfi, con voz repentinamente cansada— de lo profundo que es el pozo de mierda en que te acabas de meter. 

—¿De veras? Misterio. Me emocionan los misterios. Por qué estará tan callado tu amigo, por ejemplo. O para qué será esta cosa que tengo aquí —y levantó la pequeña unidad de control que de algún modo le había quitado a Lewis. Ralfi parecía enfermo. —Tú, eh... tal vez quieras un cuarto de millón por darme eso e irte a dar un paseo. —Lewis alzó una mano gorda y se acarició nerviosamente el rostro pálido, delgado.

—Lo que yo quiero —dijo la chica, chasqueando los dedos de modo que la unidad se puso a girar y brillar— es trabajo. Un trabajo. Tu muchacho se hizo daño en la muñeca. Pero un cuarto de millón bastará como anticipo. 

Ralfi exhaló explosivamente y comenzó a reírse, dejando al descubierto dientes que no habían sido conservados de acuerdo con la norma Christian White. Entonces la chica apagó el disociador. 

—Dos millones —dije.

—Ése es mi hombre —dijo ella, y echó a reír—. ¿Qué hay en el bolso? 

—Un arma. 

—Qué grosero. —Bien pudo ser un cumplido. 

Ralfi no dijo nada. 

—Me llamo Millones. Molly Millones. ¿Qué le parece si salimos de aquí, jefe? La gente empieza a mirar. —Se puso de pie. Llevaba pantalones de cuero color sangre seca. 

Y vi por primera vez que los lentes espejados eran implantes quirúrgicos; la plata se alzaba suavemente desde los pómulos y le sellaba los ojos en el interior de los zócalos. Vi mi nueva cara reflejada dos veces. 

—Yo soy Johnny —le dije—. El señor Face viene con nosotros. 



Estaba afuera, esperando. Con un aire estándar de turista tech, en pantalones cortos de plástico y una absurda camisa hawaiana estampada con ampliaciones del microprocesador más conocido de su empresa; un hombrecito apacible, de los que con toda seguridad terminan borrachos de salce en algún bar donde se sirve arroz tostado con algas marinas. Tenía el aspecto del que canta el himno de la empresa y llora, el que estrecha interminablemente la mano del barman. Rufianes y traficantes lo verían como un conservador innato, y lo dejarían en paz. No daba para mucho, y cuando hiciese algo sería cuidadoso con su cuenta. 

Como luego imaginé, seguramente le habrían amputado parte del pulgar izquierdo, poco antes de la primera articulación, y se lo habrían reemplazado por una punta protésica, rellenándole el muñón y acoplándole una bobina y un cuenco diseñados según uno de los análogos romboides de la Ono-Sendai. Luego habrían enrollado cuidadosamente la bobina con tres metros de filamento monomolecular. 

Molly se puso a conversar de algo con las Hermanas del Perro Magnético, lo que me permitió apresurar a Ralfi hacia la salida, presionándole la base de la columna con el bolso de gimnasia. Molly parecía conocerlas. Oí que la negra reía. 

Miré hacia arriba, por algún reflejo pasajero, tal vez porque nunca me he acostumbrado a eso, a los elevados arcos de luz y a las sombras de las geodésicas de más arriba. Tal vez eso me salvó. 

Ralfi siguió caminando, pero no creo que estuviese tratando de escapar. Creo que ya se había rendido. Era probable que ya tuviera alguna idea de la cosa con la que íbamos a enfrentarnos. 

Bajé la mirada a tiempo para verlo explotar. 

Una reconstrucción pormenorizada muestra a Ralfi caminando cuando el turista aparece de no se sabe dónde, sonriendo. Apenas una reverencia insinuada y el pulgar izquierdo se desprende. Es un truco de magia. El pulgar del hombre queda suspendido. ¿Espejos? ¿Hilos? Y Ralfi se detiene, dándonos la espalda, oscuras medias lunas de sudor bajo las axilas de su pálido traje de verano. 

Él sabe. Tiene que haberlo sabido. Y entonces el dedo de tienda de artículos de broma, pesado como plomo, dibuja un arco en un fulminante truco de yo-yo, y el hilo invisible que lo une a la mano del hombre atraviesa lateralmente el cráneo de Ralfi, justo encima de las cejas, sube y vuelve a bajar para cortar en diagonal el torso de forma de pera, desde el hombro hasta las costillas. Corta tan finamente que no sale sangre hasta que las sinapsis fallan y los primeros temblores hacen que el cuerpo ceda a la gravedad. 

Ralfi se desplomó en pedazos en medio de una nube rosada de fluidos; las tres partes desiguales rodaron hacia adelante sobre el suelo de baldosas. En total silencio. 

Levanté el bolso de gimnasia y se me crispó la mano. El retroceso del arma casi me rompió la muñeca. 

***

Debía de haber estado lloviendo; de una geodésica rota caían cintas de agua que salpicaban las baldosas a nuestras espaldas. Nos acurrucamos en un estrecho hueco entre una tienda de artículos quirúrgicos y otra de antigüedades. 

Molly acababa de asomar un ojo espejado y había informado de la presencia de un módulo Volks delante del Drome, con las luces rojas encendidas. Estaban barriendo a Ralfi. Haciendo preguntas. Yo estaba cubierto de pelusa blanca chamuscada. 

Las medias de tenis. El bolso de gimnasia era un deshilachado puño de plástico alrededor de mi muñeca. 

—No entiendo cómo diablos no le di. 

—Porque es rápido, demasiado rápido. —La chica se abrazó las rodillas y se balanceó sobre los talones de las botas.

— Le han acrecentado la sensibilidad del sistema nervioso. Ha sido fabricado por encargo. —Sonrió y soltó un pequeño chillido de placer.— Voy a conseguir a ese muchacho. Esta noche. Es el mejor, el número uno, lo máximo, lo último.

—Lo que tú vas a conseguir, por los dos millones de este chico, es sacarme de aquí. Ese amigo tuyo fue hecho casi todo en una probeta en Chiba City. Es un asesino Yakuza. 

—Chiba. Sí, Molly también ha estado en Chiba. —Y me enseñó las manos, con los dedos ligeramente separados. Eran delgados, cónicos, muy blancos en contraste con el esmalte rojo de las uñas. Diez cuchillas salieron de sus receptáculos bajo las uñas, cada una un fino escalpelo de acero azulado, de doble filo. 

Nunca había andado mucho por Nighttown. No había allí nadie que me debiese dinero por algo que yo recordaba, y casi todos tenían muchos a quienes pagaban con regularidad para que olvidasen. Generaciones de finos tiradores habían hostigado tanto las luces de neón que los equipos de mantenimiento acabaron por renunciar a repararlas. Incluso a mediodía los arcos eran manchas de hollín sobre un débil fondo perlino. 

¿A dónde vas cuando la organización criminal más rica del mundo te busca a tientas con dedos tranquilos, distantes? ¿Dónde te escondes de los Yakuza, tan poderosos que tienen sus propios satélites de comunicación y al menos tres transbordadores? Los Yakuza forman una auténtica red multinacional, como ITT y la Ono-Sendai. Cincuenta años antes de que yo naciera, ya los Yakuza habían absorbido las Tríadas, la Mafia, la Unión Corsa. 

Molly tenía una respuesta: Te escondes en el Pozo, en el círculo más bajo, donde cualquier influencia exterior genera ondas rápidas y concéntricas de amenaza pura. Te escondes en Nighttown. Mejor todavía, te escondes encima de Nighttown, porque el Pozo es invertido, y el fondo de su cuenco toca el cielo, el cielo que Nighttown nunca ve, sudando bajo su propio firmamento de resina acrílica; arriba, donde los Lo Teks se agazapan en las oscuras gárgolas, con cigarrillos del mercado negro colgándoles de los labios. 

Tenía otra respuesta, además. 

—Conque estás bloqueado de verdad, ¿eh, Johnny? ¿No hay modo de sacar ese programa sin la contraseña? —Me llevó hacia las sombras que aguardaban más allá de la brillante plataforma del tren subterráneo. Las paredes de hormigón estaban recargadas de graffiti, años de palabras que se retorcían en un único metagarabato de rabia y frustración. 

—Los datos almacenados son introducidos mediante una serie modificada de prótesis microquirúrgicas contra-autismo. —Recité una adormilada versión de mi discurso de venta estándar.— El código del cliente se almacena en un chip especial; salvo que recurras a los Calamares, de los que preferimos no hablar los que nos dedicamos a esto, no hay forma de recuperar la frase. No puedes sacarla con drogas, ni extirpando, ni torturando. Yo no la sé, nunca la supe. 

—¿Calamares? ¿Cosas rastreras con brazos? —Salimos a un mercado callejero desierto. Unas figuras sombrías nos observaban desde una plaza improvisada, llena de cabezas de pescado y fruta podrida.

—Superconductores que detectan interferencias cuánticas. Los usaban en la guerra para encontrar submarinos, para destapar cibersistemas del enemigo. 

—¿Sí? ¿Material de la Marina? ¿De la guerra? ¿Los Calamares te pueden leer esa cosa? —Se detuvo, y sentí que sus ojos me miraban desde detrás de aquellos espejos gemelos. 

—Hasta los modelos más primitivos podían medir un campo magnético con una millonésima parte de la fuerza geomagnética; es como detectar un susurro dentro de un estadio en plena euforia. 

—Eso ya lo hacen los policías, con micrófonos parabólicos y lásers. —Pero tu información sigue a salvo. 

—Orgullo profesional.— Ningún gobierno permitiría a la policía el uso de Calamares. Ni siquiera a los peces gordos de seguridad. Sería demasiado fácil descubrir chanchullos interdepartamentales; demasiado buenos para destapar watergates. 

—Material de la Marina —dijo ella, y su sonrisa brilló entre las sombras—. Material de la Marina. Tengo un amigo por aquí que estuvo en la Marina, se llama Jones. Sería bueno que lo vieras. Lo que pasa es que es un yunki; así que tendremos que llevarle algo. 

—¿Un yunki? 

—Un delfín. 



Era más que un delfín, pero desde el punto de vista de otro delfín podría haber parecido menos que eso. Vi cómo se movía pesadamente en el tanque galvanizado. El agua saltaba por los bordes y me mojó los zapatos. Era un excedente de la última guerra. Un cyborg. 

Salió del agua, y vimos las costrosas placas que le cubrían los costados, una especie de retruécano visual cuya gracia casi se perdía bajo una armadura articulada, torpe y prehistórica. A ambos lados del cráneo tenía unas deformidades gemelas que habían sido modificadas para poner allí unidades sensoras. En las partes descubiertas de la piel blanco-grisácea le brillaban unas lesiones plateadas. 

Molly silbó. Jones sacudió la cola y arrojó más agua contra el borde del tanque. 

—¿Qué es este lugar? —Vi formas difusas en la oscuridad, eslabones de cadena oxidada y otras cosas cubiertas por lona alquitranada. Por encima del tanque pendía un rústico marco de madera, cruzado y recruzado por hileras de polvorientas luces navideñas. 

—Feria de Diversiones. Zoo y paseos de carnaval. «Hable con la Ballena de la Guerra.» Esas cosas. Jones es una especie de ballena... 

Jones se encabritó de nuevo, y me clavó una mirada triste y antigua. 

—¿Cómo hace para hablar? —De pronto tenía deseos de irme. 

—Ahí está lo bueno. Di «hola», Jones. Y todas las luces se encendieron simultáneamente. Titilaban rojas, blancas y azules. 

RBARBARBA 

RBARBARBA 

RBARBARBA 

RBARBARBA 

RBARBARBA 

—Conoce el lenguaje de los símbolos, ya ves, pero el código está restringido. En la Marina lo tenían conectado a un exhibidor audiovisual. 

—Molly sacó el estrecho paquete de un bolsillo de la chaqueta.— Polvo puro, Jones. ¿Lo quieres? 

—Jones se detuvo en el agua y comenzó a hundirse. Sentí un pánico extraño al recordar que no era un pez, que podía ahogarse.— Queremos la clave del banco de Johnny, Jones. La queremos ya. Las luces titilaron, se apagaron. 

—¡Vamos, Jones! 

A AA

AAAAAAA 

A A A 

Luces azules, cruciformes. Oscuridad. 

—¡Puro! Es limpio. Vamos, Jones. 

BBBBBBBBB 

BBBBBBBBB 

BBBBBBBBB 

BBBBBBBBB 

BBBBBBBBB 


Un fulgor de sodio blanco bañó las facciones de Molly en una monocromía árida; sus pómulos proyectaron sombras partidas. 


R RRRRR R R 

RRRRRRRRR 

R R RRRRR R


Los brazos de la esvástica roja se le retorcieron en los lentes de plata. —Dáselo —dije—. Ya la tengo. 

Cara de Ralfi. Falta de imaginación. 

Jones alzó la mitad de su cuerpo blindado sobre el borde del tanque, y pensé que el metal iba a ceder. Molly lo pinchó de un golpe con la jeringuilla, metiendo la aguja entre dos placas. El émbolo silbó. En el marco hubo una explosión de espasmódicos juegos de luz que luego se desvaneció por completo. 

Lo dejamos flotando, girando lánguidamente en el agua oscura. Quizás estuviese soñando con su guerra en el Pacífico, con las ciberminas que habría barrido, hurgando suavemente los circuitos con el Calamar para extraer la patética clave de Ralfi del chip que llevo metido en la cabeza. 

—Veo que metieron la pata cuando lo licenciaron, dejándolo salir de la Marina con ese equipo intacto, pero, ¿cómo se hace para que un delfín cibernético se vuelva drogadicto? 

—La guerra —dijo ella—. Todos lo estaban. Lo hizo la Marina. ¿De qué otro modo los haces trabajar para ti? 

—No estoy seguro de que esto tenga aspecto de buen negocio —dijo el pirata, buscando un mejor precio—. Especificaciones de objetivo para un satélite de comunicaciones que no está en el libro... 

—Hazme perder tiempo y serás tú quien se quedará sin aspecto —dijo Molly, inclinándose por encima del escritorio de plástico rayado para pincharlo con el dedo. 

—Entonces ve a comprar tus microondas a otro sitio. —Era un chico duro, bajo ese disfraz de Mao. Nacido en Nighttown, tal vez. La mano de Molly le pasó como un rayo por delante de la chaqueta, cortándole una solapa sin siquiera arrugarla.

—¿Trato hecho, entonces? 

—Hecho —dijo él, mirándose la arruinada solapa con lo que esperó fuese simplemente un educado interés—. Trato hecho. 

Mientras yo examinaba las dos grabadoras que habíamos comprado, ella sacó del bolsillo con cremallera que llevaba en el puño de la chaqueta el pedazo de papel que yo le había dado. Lo desplegó y lo leyó en silencio, moviendo los labios. Se encogió de hombros. 

—¿Esto es todo? —Adelante —dije yo, pulsando simultáneamente los botones de récords ambos tableros. 

—Christian White —recitó Molly—, y su Banda Aria de Reggae.

Ralfi el fiel, un fan hasta el día de su muerte. 

La transición a la modalidad idiota/sabio es siempre menos brusca de lo que yo espero. La fachada de la emisora pirata era una fracasada agencia de viajes en un cubículo color pastel que se jactaba de poseer un escritorio, tres sillas, y un descolorido póster de un spa orbital suizo. Un par de pájaros de fantasía con cuerpos de vidrio soplado y patas de lata sorbían monótonamente agua de un vaso de poliestireno apoyado en una repisa junto al hombro de Molly. A medida que yo entraba en la nueva modalidad, los pájaros fueron acelerando gradualmente el vaivén hasta que las crestas de plumas abrillantadas se convirtieron en apretados arcos de color. La ventanilla digital que marcaba los segundos en el reloj de plástico de pared era ahora un reticulado que latía sin sentido; Molly y el chico con cara de Mao se nublaron, y los brazos se les desdibujaron en fantasmagóricos ademanes de insecto. Y entonces todo se convirtió en estática fría y gris, en un interminable poema tonal en un lenguaje artificial. 

Pasé tres horas cantando el programa robado de Ralfi. 

***

El paseo mide cuarenta kilómetros de punta a punta, una desordenada superposición de cúpulas Fuller que cubren lo que en otro tiempo fue una arteria suburbana. Si se apagan las luces en un día claro, una gris aproximación de luz solar se filtra a través de las capas acrílicas, creando una visión parecida a las imágenes de prisión de Giovanni Piranesi. Los tres kilómetros del extremo sur cubren Nighttown. Nighttown no paga impuestos ni presta servicios. Las luces de neón están apagadas, y las geodésicas han sido ennegrecidas por el humo de décadas de fuegos de cocina. En la casi total oscuridad de un mediodía de Nighttown, ¿quién se fija en una que otra docena de chiquillos locos perdidos en los techos? 

Llevábamos dos horas subiendo por escaleras de hormigón y de metal con planchas perforadas, pasando junto a grúas abandonadas y herramientas cubiertas de polvo. Habíamos comenzado en lo que parecía ser un taller de mantenimiento fuera de uso, atiborrado de segmentos triangulares de techumbre. Todo había sido cubierto por la misma capa de graffiti hechos con pintura en aerosol: nombres de pandillas, iniciales, fechas que se remontaban hasta el cambio de siglo. Los graffiti nos siguieron durante todo el ascenso, mermando gradualmente hasta que quedó un único nombre, repetido a intervalos: lo tek. En chorreantes mayúsculas negras. 

—¿Quién es Lo Tek? 

—Nosotros no, jefe. —Molly subió por una temblorosa escalera de aluminio y desapareció por un agujero practicado en una lámina de plástico corrugado.— Low technique, low technology, baja tecnología. —El plástico le amortiguaba la voz. Subí tras ella, acariciándome la dolorida muñeca. A los LoTeks les parecería un gesto decadente ese truco tuyo de la escopeta. 

Una hora más tarde subí metiéndome por otro agujero, este último mal abierto con una sierra en una tabla de madera terciada, y me encontré con el primer Lo Tek. 

—No pasa nada —dijo Molly, rozándome el hombro con la mano—. Es Perro. Hola, Perro.

En el estrecho haz de luz de la linterna de Molly, Perro nos observó con su único ojo, y lentamente sacó una lengua gruesa y grisácea que lamió unos caninos enormes. Me pregunté cómo podían calificar de baja tecnología el transplante de colmillos de dóberman. Los inmunosupresores no crecen precisamente en las copas de los árboles. 

—Molí. —El tamaño de los dientes le dificultaba el habla. Del torcido labio inferior le colgó un hilo de saliva.— Te oí llegar. Hace tiempo. —Podría tener quince años, pero los colmillos y un brillante mosaico de cicatrices se conjugaban con la órbita del ojo para presentar una máscara de total bestialidad. Había tomado tiempo y un cierto tipo de creatividad ensamblar aquel rostro, y su actitud me hizo ver que disfrutaba viviendo tras él. Llevaba unos tejanos gastados, negros de mugre y brillantes en las rayas. Tenía el pecho y los pies desnudos. Hizo algo con la boca que se aproximó a una sonrisa.

— Alguien los sigue. 

Muy a lo lejos, en Nighttown, un vendedor de agua pregonaba su producto. 

—¿Saltos en red, Perro? —Molly movió la linterna hacia un lado, y vi cuerdas delgadas atadas a pernos, cuerdas que iban hasta el borde y desaparecían. 

—¡Apaga la maldita luz! Molly la apagó. 

—¿Cómo es que el que los viene siguiendo no tiene linterna? 

—No la necesita. Ése sí que es un peligro, Perro. Si tus centinelas se le cruzan, volverán a casa en pedazos. 

—¿Ése es amigo amigo, Molí? —Parecía incómodo. Le oí mover los pies sobre la madera terciada.

—No. Pero es mío. Y éste —dándome una palmada en el hombro—, éste sí es amigo. ¿Entendido? 

—Sí —dijo Perro, sin mucho entusiasmo, caminando pesadamente hacia el borde de la plataforma, donde estaban los pernos. Se puso a puntear una especie de mensaje en las cuerdas tensas. 

Nighttown se extendía debajo de nosotros como una aldea de juguete para ratas: unas ventanas minúsculas dejaban ver luz de velas; sólo unos pocos edificios estaban chillonamente iluminados por linternas de pilas y lámparas de carburo. Imaginé a los viejos con sus interminables partidas de dominó, bajo gotas de agua gruesas y calientes que caían de ropa mojada colgada en varas entre las paredes de las chabolas de madera terciada. Traté entonces de imaginarlo subiendo pacientemente en la oscuridad, con las sandalias y la horrible camisa de turista, suave y parsimonioso. ¿Cómo hacía para seguirnos? 



—Bien —dijo Molly—. Nos huele. 

—¿Fumas? —Perro sacó un paquete arrugado del bolsillo y ofreció un cigarrillo aplanado. Miré la marca mientras me lo encendía con una cerilla de cocina. Yiheyuan filtro. Beijín Cigarette Factory. Llegué a la conclusión de que los Lo Teks eran comerciantes del mercado negro. Perro y Molly volvieron a su discusión, que parecía girar en torno al deseo de Molly de utilizar alguna parte en especial de la propiedad inmobiliaria de los Lo Teks. 

—Yo te he hecho un montón de favores, hombre. Quiero ese piso. Y quiero la música. —Tú no eres Lo Tek... 

Así transcurrió la mayor parte de un tortuoso kilómetro, con Perro guiándonos por pasarelas inestables y escalerillas de cuerda. Los LoTeks fijan sus nidos y escondrijos al tejido de la ciudad con gruesos trozos de resina, y duermen en hamacas de red. Viven en un país tan poco poblado que en algunos sitios no es más que unos asideros para las manos y los pies, practicados con sierra en los puntales geodésicos. 

El Piso Mortal, lo llamaba Molly. Gateando detrás de ella, resbalando en metal gastado y madera húmeda con mis zapatos nuevos de Eddie Bax, me preguntaba cómo podría aquello ser más letal que el resto del territorio. Al mismo tiempo, tenía la impresión de que las protestas de Perro eran rituales, y que Molly ya esperaba conseguir lo que quería. 

En algún lugar debajo de nosotros, Jones debía estar dando vueltas en su tanque, sintiendo las primeras punzadas del síndrome de abstinencia. La policía estaría aburriendo a los asiduos del Drome con preguntas acerca de Ralfi. ¿Qué hacía? ¿Con quién estaba antes de salir? Y los Yakuza andarían asentando su fantasmagórica moles en los bancos de datos de la ciudad, buscando tenues imágenes mías reflejadas en cuentas numeradas, transacciones de valores, billetes de acciones. Somos una economía de información. Te lo enseñan en la escuela. Lo que no te dicen es que es imposible moverse, vivir, actuar a cualquier nivel sin dejar huellas, pedacitos, fragmentos de información en apariencia insignificantes. Fragmentos que pueden ser recuperados, amplificados... 

Pero a esas alturas el pirata habría puesto nuestro mensaje en línea para su transmisión al satélite de comunicaciones Yakuza. Un mensaje sencillo: Consigan que los perros dejen de molestar o difundimos su programa. 

El programa. No tenía ni idea de cuál era su contenido. Sigo sin tenerla. Yo sólo canto la canción sin comprender nada. Probablemente fuesen datos de investigación, pues los Yakuza se dedican a formas avanzadas de espionaje industrial. Un negocio elegante: robar a la Ono-Sendai como si nada y pedir un rescate por la información, amenazando con difundirla y mellar así el filo de las investigaciones del conglomerado. 

Pero ¿no había otra solución? ¿No estarían más contentos si tuvieran algo que vender a la OnoSendai, más contentos que con un Johnny de calle Memoria muerto? El programa iba en viaje a una dirección en Sidney, donde se guardaban cartas de clientes y donde no se hacían preguntas una vez que se pagaba un pequeño anticipo. Correo marítimo común. 

Yo había borrado la mayor parte del otro material y grabado nuestro mensaje en el espacio en blanco, dejando del programa apenas lo suficiente para que se lo pudiera identificar como genuino. Me dolía la muñeca. Quería parar, acostarme, dormir. Sabía que no tardaría en perder las fuerzas y caer, sabía que los zapatos tan elegantes que me había comprado para la noche como Eddie Bax no pisarían con firmeza y me llevarían a Nighttown. Pero el hombre brotó en mi mente como un holograma religioso de pacotilla, resplandeciente; el chip ampliado de la camisa hawaiana parecía una foto de reconocimiento de algún núcleo urbano sentenciado a la destrucción. 

Así que seguí a Perro y a Molly por el cielo Lo Tek, construido con chatarra y desperdicios que ni siquiera querían en Nighttown. 

El Piso Mortal tenía ocho metros de lado. Un gigante había enhebrado cables de acero pasándolos de un lado a otro por encima de un depósito de chatarra y los había estirado. Crujía al moverse, y se movía constantemente, balanceándose y torciéndose mientras los Lo Teks se reunían e instalaban en la plataforma de madera terciada que lo rodeaba. La madera estaba plateada por el paso de los años, pulida por el uso prolongado y surcada de iniciales, amenazas, declaraciones de pasión. Colgaba de otro grupo de cables que se perdían en la oscuridad detrás del estridente resplandor blanco de las dos lámparas antiguas que pendían encima del Piso. 

Una muchacha con dientes como los de Perro entró en el Piso a gatas. Tenía los senos tatuados con espirales de color añil. Cruzó el Piso riendo, forcejeando con un muchacho que bebía un líquido oscuro de una botella de litro. 

La moda Lo Tek incluía cicatrices y tatuajes. Y dientes. La electricidad que robaban para iluminar el Piso Mortal parecía una excepción a su estética general, creada en nombre del... ¿rito, deporte, arte? No lo sabía, pero veía que el Piso era algo especial. Tenía el aspecto de haber sido montado a lo largo de generaciones. Mantenía la inútil arma bajo la chaqueta. Esa dureza y ese peso resultaban reconfortantes, aunque no me quedasen más cartuchos. Y me di cuenta de que no tenía la menor idea de lo que estaba realmente sucediendo, ni de lo que, se suponía, debía suceder. Y ése era mi juego, porque he pasado la mayor parte de mi vida como un receptáculo ciego que se llena con el conocimiento de otras personas, conocimiento del que luego se me vacía: un chorro de lenguajes sintéticos que nunca comprenderé. Un chico muy técnico. Claro que sí. 

Entonces advertí lo quietos que se habían quedado los Lo Teks. 

El estaba allí, al borde de la luz, observando el Piso Mortal y la galería de mudos Lo Teks con calma de turista. Y cuando nuestros ojos se encontraron por primera vez con un mutuo reconocimiento, sentí que un recuerdo hacía clic en mi cabeza: París, y el brillo del largo Mercedes que se deslizaba bajo la lluvia hacia Notre Dame; invernáculos móviles, caras japonesas detrás del vidrio, y cien Nikons que se levantaban en ciego fototropismo, flores de acero y cristal. Detrás de esos ojos, cuando me encontraban, los mismos obturadores, zumbando. 

Busqué a Molly Millones, pero se había ido. Los Lo Teks se apartaron para dejarlo subir al banco. Él hizo una reverencia, sonriendo, y se sacó suavemente las sandalias, las dejó juntas, perfectamente alineadas, y bajó al Piso Mortal. Avanzó hacia mí, caminando por aquel movedizo trampolín de chatarra, con la soltura de un turista que camina por la alfombra sintética de un hotel cualquiera. 

Molly saltó al Piso, moviéndose.

El Piso chilló.

Estaba equipado con micrófonos y amplificadores, con fonocaptores instalados en los cuatro gruesos resortes de las esquinas y micrófonos de contacto pegados al azar en oxidados fragmentos de maquinaria. En alguna parte, los Lo Teks tenían un amplificador y un sintetizador, y ahora vi las formas de los altavoces en lo alto, por encima de las crueles luces blancas. 

Comenzó un ritmo de percusión, un ritmo electrónico, una especie de corazón amplificado, tan regular como un metrónomo. Ella se había quitado la chaqueta de cuero y las botas; la camiseta no tenía mangas, y a lo largo de aquellos delgados brazos aparecían tenues indicios de circuitos de Chiba City. Los pantalones de cuero le brillaban a la luz de las lámparas.

Empezó a bailar. Flexionó las rodillas, pies blancos y tensos sobre un tanque de gas aplanado, y el Piso Mortal empezó a subir y a bajar. El ruido que hacía era como el de un mundo que se acaba, como si los cables que sujetan el firmamento se hubiesen roto y estuviesen entrechocando y cayendo por el cielo. 

El siguió el ritmo durante unos cuantos latidos, y luego avanzó calculando a la perfección el movimiento del Piso, como un hombre que salta de una piedra plana a otra en un jardín ornamental. Se sacó la punta del pulgar con la elegancia de un hombre acostumbrado a los gestos de sociedad y se lo lanzó a Molly. Bajo las lámparas, el filamento fue un refractario hilo de arcoiris. 

Ella se tiró al suelo, rodó y se levantó de un salto después de que la molécula pasara casi rozándola con un silbido de latigazo; las garras de acero chasquearon hacia la luz en lo que debe de haber sido un automático rictus de defensa. El latido de la percusión se aceleró, y ella saltó acompañándolo: el pelo oscuro desmelenado sobre las lisas lentes platinadas, la boca apretada, los labios tensos de concentración. 

El Piso Mortal resonaba y rugía, y los Lo Teks chillaban excitados. 

El hombre redujo el filamento a un arremolinado círculo policromo y fantasmal de un metro de diámetro y lo mantuvo girando delante de él, la mano sin pulgar a la altura del esternón. Un escudo. 

Y Molly pareció soltar algo, algo adentro, y ése fue el verdadero comienzo de su danza de perro rabioso. Saltaba, retorciéndose, lanzándose de lado, aterrizando con ambos pies sobre el bloque de un motor de aleación directamente sujeto a uno de los resortes de espiral. Me tapé los oídos con las manos y me arrodillé en un vértigo de sonido, pensando que Piso y bancos caían, caían hacia Nighttown, y nos vi atravesando las chabolas, la ropa mojada tendida, explotando en las baldosas como frutas podridas. Pero los cables resistieron, y el Piso Mortal subía y bajaba como un mar de metal enloquecido. Y Molly bailaba en él. Y al final, justo antes de que él arrojase por última vez el filamento, le vi algo en la cara, una expresión que no parecía encajar en ese sitio. No era miedo ni era rabia. 

Creo que era incredulidad, atónita incomprensión mezclada con pura repulsión estética por lo que estaba viendo, oyendo: por lo que le estaba pasando. Acortó el filamento; el disco fantasmal se redujo al tamaño de un plato mientras él alzaba el brazo por encima de la cabeza y lo bajaba de golpe; el pulgar se curvó apuntando a Molly, como una cosa viva. 

El Piso llevó a Molly hacia abajo; la molécula le pasó justo por encima de la cabeza; el Piso dio un coletazo y alzó al hombre hasta la trayectoria de la molécula. Tendría que haberle pasado inofensivamente por encima y regresar a su cuenca, dura como el diamante. Le amputó la mano por detrás de la muñeca. 

Estaba frente a una abertura del Piso, y pasó por ella como un clavadista, con una extraña elegancia deliberada, un kamikaze derrotado rumbo a Nighttown. En parte, creo, hizo aquel salto para darse unos segundos de digno silencio. Ella lo había matado con un shock cultural. 

Los Lo Teks rugían, pero alguien apagó el amplificador, y Molly hizo callar el Piso Mortal, esperando, con el rostro blanco e inexpresivo, hasta que el ruido cedió y quedó sólo un débil silbido de hierros torturados y un rechinar de óxido contra óxido. 

Rastreamos el Piso buscando la mano cortada, pero no la encontramos. Lo único que encontramos fue una elegante curva en una pieza de acero oxidado, por donde había pasado la molécula. Tenía el borde tan brillante como cromo nuevo. 

***

Nunca supimos si los Yakuza habían aceptado nuestras condiciones, o si recibieron el mensaje. Hasta donde yo sé, el programa de ellos sigue esperando a Eddie Bax en un anaquel de la habitación trasera de una tienda de regalos en la tercera planta de Sidney Central-5. Tal vez hayan vendido el original a la Ono-Sendai hace meses. Pero es posible que hayan recibido la transmisión del pirata, porque nadie ha venido a buscarme hasta el momento, y ya ha pasado casi un año. Si vienen a buscarme, les espera una larga subida en la oscuridad, y pasar por delante de los centinelas de Perro, y últimamente no me parezco mucho a Eddie Bax. Dejé que Molly se encargara de eso, con anestesia local. Y mis dientes nuevos casi han echado raíz. 

Decidí quedarme aquí arriba. Cuando miré por encima del Piso Mortal, antes de que él llegase, vi lo vacío que yo me sentía. Y supe entonces que estaba harto de ser un balde de agua. Así que ahora bajo a visitar a Jones, casi todas las noches. 

Ahora somos socios, Jones y yo, y también Molly Millones. Molly se encarga de nuestros negocios en el Drome. Jones sigue en Divertilandia, pero ahora tiene un tanque más grande, con agua de mar fresca que le traen una vez por semana. Y tiene su droga, cuando la necesita. Sigue hablando a los niños con el marco de luces, pero a mí me habla en un nuevo monitor que tiene en un cobertizo que alquilé allí, un monitor mejor que el que usaba en la Marina. 

Y los tres estamos haciendo mucho dinero, más dinero del que hacía antes, porque el Calamar de Jones puede leer las huellas de todo lo que me han almacenado en la cabeza, y me lo dice por el monitor en lenguajes que entiendo. Así que estamos aprendiendo muchas cosas acerca de mis anteriores clientes. Y un día haré que un cirujano me saque todo ese silicio de las amígdalas, y viviré con mis propios recuerdos y con los de nadie más, como el resto de la gente. Pero todavía no. 

Mientras tanto, se está realmente bien aquí arriba, en la oscuridad, fumando un chino con filtro y escuchando las gotas de condensación que caen de las geodésicas. Es todo muy tranquilo aquí arriba... salvo cuando un par de Lo Teks deciden ponerse a bailar en el Piso Mortal. 

Además es educativo. Con Jones ayudándome a descifrar las cosas, me estoy convirtiendo en el chico más técnico de la ciudad.


FIN

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