Cuento: Al Este del Sol y al Oeste de la Luna

Cuento de origen nórdico


Otra versión de "La bella y la bestia".


***
Érase una vez un pobre carretero, que tenía muchos hijos. Era tan pobre que no podía alimentarlos bien, ni darles ropa que ponerse en el cuerpo; sin embargo, todos los hijos eran muy guapos, aunque la más guapa de todas era la hija pequeña.

Un jueves por la tarde, a finales de otoño, hacía un tiempo horrible. Estaba oscurísimo, y, además, llovía y tronaba, de tal forma que las ventanas crujían. Toda la familia estaba sentada, alrededor de la chimenea, ocupado cada uno, con su trabajo.

De repente, llamaron, tres veces, a la ventana. El hombre salió a ver quién era, y, entonces, vio a un gran oso blanco.

-Buenas tardes -dijo el oso.

-Buenas tardes -dijo el hombre.

-Si me das por esposa a tu hija menor -dijo el oso-, te haré tan rico como pobre eres ahora.

Al hombre no le pareció mala idea, pero dijo que, primero, lo tenía que consultar con su hija; entró y contó que, fuera, había un gran oso blanco, que le había prometido que le haría tan rico como pobre era ahora, si le daba por esposa a su hija menor. La muchacha, sin embargo, dijo que no, que no quería saber nada de aquel trato.

El hombre volvió a salir; habló amistosamente con el oso, y le dijo que volviera, el jueves siguiente, por la tarde; que, entretanto, ya vería qué podía hacer.

Intentaron convencer, entonces, a la muchacha, y le contaron, de todas las maneras posibles, lo ricos que podían llegar a ser, y lo bien que le iría, también, a ella.

Finalmente, ella accedió: lavó el par de harapos que tenía, se arregló lo mejor que pudo, y se preparó, para el viaje.

Cuando, el jueves siguiente, por la tarde, llegó el oso, le dijeron que sí, que todo estaba en orden. La muchacha se montó con su hatillo, sobre su lomo, y se pusieron en marcha. Una vez recorrido un buen trecho, el oso le preguntó:

-¿Tienes miedo?

Ella contestó que no, que no tenía ningún miedo.

-Sujétate, siempre, muy fuerte a mi pelambre -dijo el oso-; así, no te pasará nada.

Ella cabalgó, por todo el mundo, a lomos del oso, hasta muy, muy lejos; tan lejos que nadie podría decir, realmente, cuánto. Finalmente, llegaron a una gran roca.

El oso llamó con los nudillos, y, a continuación, se abrió una puerta, a través de la cual llegaron a un gran palacio. Dentro, había muchas habitaciones –iluminadas, con lámparas-; y todo resplandecía, por el oro y la plata; también, disponía de un gran salón, en el cual había una mesa, sobre la que se habían servido los más deliciosos platos. El oso le dio, entonces, una campanilla de plata, y le dijo que, cuando deseara cualquier cosa, no tenía más que tocar la campanilla, y, enseguida, la tendría.

La muchacha comió y bebió. Como, ya, había anochecido, sintió sueño, y quiso irse a la cama. Entonces, tocó la campanilla... E, inmediatamente, se abrió una cámara, en la que había una cama hecha -la más bella que pudiera uno desear-, con almohadones de seda y cortinas con flecos de oro; y todo lo que había, en la cámara, era, asimismo, de oro y plata. Pero, en cuanto apagó la luz y se metió en la cama, llegó una persona, que se acostó a su lado. Y, así, sucedió, todas las noches. Ella no podía ver quién era, porque, siempre, llegaba, después de que hubiera apagado la luz, y se volvía a ir, antes de que hubiera amanecido.

Así, vivió una temporada: tranquila y contenta. Pero, pronto, le entró tal nostalgia, por volver a ver a sus padres y a sus hermanos, que se volvió muy taciturna y triste. Entonces, un día, el oso le preguntó qué le pasaba.

-Ay -dijo ella-, es que me aburro tanto, aquí, en el palacio... Me gustaría muchísimo volver a ver a mis padres y a mis hermanos.

-Eso se puede arreglar -dijo el oso-, pero, tienes que prometerme que, jamás, hablarás con tu madre a solas, sino cuando los demás estén presentes. Seguramente, te querrá coger de la mano, y llevarte a una alcoba, para hablar contigo a solas; pero, no consientas; si lo haces, me harás muy desgraciado, y te harás muy desgraciada a ti misma.

La muchacha dijo que no, que tendría cuidado.

El domingo, se presentó el oso, y dijo que había llegado el momento de emprender el viaje, hacia la casa de sus padres. Ella se montó a lomos del oso, y se pusieron en marcha. Cuando, ya, llevaban mucho tiempo viajando, llegaron a un gran palacio blanco, del que sus hermanos entraban y salían, y, en el cual, jugaban. Todo era tan hermoso y maravilloso, que daba gusto verlo.

-¡Allí, viven tus padres! -dijo el oso- No te olvides de lo que te he dicho, pues, de lo contrario, serás muy desgraciada, y me harás muy desgraciado a mí.

La muchacha dijo que no, que no lo olvidaría, y se dirigió hacia el palacio. El oso, sin embargo, regresó.

Cuando los padres volvieron a ver a su hija, se alegraron tanto que es imposible describirlo. Nunca, podrían agradecerle lo que había hecho por ellos. Le contaron que, ahora, les iba extraordinariamente bien, y le preguntaron qué tal le iba a ella. La muchacha dijo que a ella, también, le iba bastante bien, y que tenía todo lo que deseaba. No sé muy bien qué más les contó, pero me da la impresión de que no les dio todos los detalles.

Por la tarde, después de comer, ocurrió lo que el oso le había dicho: la madre quiso hablar con su hija, a solas, en la alcoba. Pero, la muchacha, que recordaba las palabras del oso, no quiso ir con ella, y dijo:

-Oh, lo que tengamos que hablar podemos hablarlo, también, aquí.

No sé cómo ocurrió, pero el caso es que la madre, al final, la convenció, y, entonces, ella tuvo que contarle todo lo que sabía. Le contó, también, que, por las noches, cuando apagaba la luz, llegaba, siempre, alguien, y se acostaba a su lado, en la cama; pero, que, nunca, podía ver quién era, porque, antes del amanecer, se volvía a marchar; le dijo que se sentía afligida, que le gustaría mucho verle, ya que, al estar siempre tan sola, los días se le hacían muy largos.

-¿Quién sabe? Seguro que el que duerme contigo es un trol -dijo la madre-. Pero, si quieres seguir mi consejo, levántate, en mitad de la noche, cuando esté dormido; enciende una vela, y obsérvalo. Pero, ten cuidado, no le vayas a derramar encima una gota de cera.

Por la tarde, el oso volvió, a recoger a la muchacha. Cuando, ya, llevaban un buen trecho, le preguntó si había ocurrido lo que él había dicho.

-Sí -dijo la muchacha, incapaz de negarlo.

-Si piensas seguir el consejo de tu madre -dijo el oso-, te harás muy desgraciada, me harás muy desgraciado a mí, y se acabará la amistad entre nosotros.

Ella dijo que no pensaba seguir el consejo de su madre.

Cuando llegaron al palacio, y la muchacha se acostó, ocurrió lo mismo de siempre: alguien llegó, y se echó a su lado. Pero, por la noche, cuando ella oyó que estaba durmiendo, se levantó, encendió una vela, y, entonces, vio acostado, en la cama, al príncipe más bello que nadie pudiera ver. Se enamoró tanto de él, que quiso besarlo, en el acto. Pero, entonces, sin darse cuenta, derramó tres gotas de cera hirviendo, sobre su camisa, y el príncipe se despertó.

-¿Qué has hecho? – exclamó, al abrir los ojos-. Ahora, tanto tú como yo seremos desgraciados. Si hubieras resistido, solamente, un año, me habrías salvado; mi madrastra me ha hechizado, y, por eso, durante el día, soy un oso, y, por la noche, una persona. Pero, ahora, lo nuestro se ha acabado, pues tengo que abandonarte, y volver, de nuevo, con ella. Vive en un palacio, que está al este del sol y al oeste de la luna; allí, tendré que casarme con una princesa, que tiene una nariz que mide tres varas.

La muchacha empezó a llorar, y a lamentarse; pero, ya, era demasiado tarde, pues él tenía que irse. Le preguntó si podía viajar con él, pero él le contestó que eso era imposible.

-¿No puedes decirme, entonces, por dónde se va, para que vaya a buscarte? -preguntó ella-. Porque eso sí me estará permitido, ¿no?

-Sí, eso sí puedes hacerlo -dijo él-, pero, no hay ningún camino que lleve hasta allí. El palacio está al este del sol y al oeste de la luna; nunca, podrás llegar, hasta allí.

Por la mañana, cuando se despertó, tanto el príncipe como el palacio habían desaparecido. Se encontró tendida en el suelo, en medio de un denso y tenebroso bosque, con sus viejos harapos. A su lado, estaba el mismo hatillo con el que había salido de su casa.

Cuando terminó de quitarse el sueño de encima, a base de frotarse los ojos, y se había hartado de llorar, se puso en marcha; caminó, durante muchos días, hasta que, finalmente, llegó a una gran montaña. Al pie de la montaña, había una vieja mujer, que estaba jugando, con una manzana de oro. La muchacha le preguntó si sabía el camino, para llegar hasta el príncipe que vivía con su madrastra, en un palacio situado al este del sol y al oeste de la luna, y que se tenía que casar con una princesa, con una nariz que medía tres varas.

-¿De qué lo conoces? -preguntó la mujer- ¿Eres, acaso, la muchacha, con la que él se quería casar?

La muchacha dijo que sí, que era ella.

-¡Vaya! ¡Así que eres tú! -dijo la mujer- Sí, hija mía -siguió diciendo-, me gustaría ayudarte, pero, lo único que sé del palacio es que está al este del sol y al oeste de la luna, y que, probablemente, nunca conseguirás llegar. Pero, te voy a prestar mi caballo; en él, podrás cabalgar, hasta donde vive mi vecina más próxima; a lo mejor, ella te puede indicar el camino. Cuando llegues a su casa, golpea al caballo, debajo de la oreja izquierda, y ordénale que vuelva a casa. Toma, coge esta manzana de oro; quizá, te sea útil.

La muchacha se montó en el caballo, y cabalgó, durante mucho, mucho tiempo. Llegó, por fin, a otra montaña, a cuyo pie estaba una vieja mujer, con una devanadera de oro. La muchacha le preguntó si le podía decir por dónde se iba al palacio que estaba al este del sol y al oeste de la luna. Pero, ella, como la mujer anterior, dijo que lo único que sabía del palacio era que estaba al este del sol y al oeste de la luna.

-Y, probablemente, nunca conseguirás llegar. Pero, te prestaré mi caballo; en él, podrás cabalgar, hasta donde vive mi vecina más próxima; a lo mejor, ella te puede indicar el camino. Cuando llegues a su casa, golpea al caballo, debajo de la oreja izquierda, y ordénale que vuelva a casa. Toma, llévate esta devanadera de oro; quizá, te sea útil.

La muchacha se montó en el caballo, y cabalgó, durante muchos días y muchas semanas. Llegó, por fin, a otra montaña, a cuyo pie estaba una vieja mujer, tejiendo una falda de oro. La muchacha volvió a preguntar por el príncipe, y por el palacio que estaba al este del sol y al oeste de la luna.

-¿Eres tú la muchacha, con la que quería casarse el príncipe? -preguntó la mujer.

-Sí -dijo la muchacha.

Pero, la mujer no conocía el camino mejor que las dos anteriores.

-Al este del sol y al oeste de la luna, está el palacio -dijo-, y, probablemente, nunca conseguirás llegar. Pero, te prestaré mi caballo; con él, podrás viajar, hasta el viento del Este; a lo mejor, él te puede indicar el camino. Cuando llegues a él, golpea al caballo, debajo de la oreja izquierda, y ordénale que vuelva a casa. Y toma, llévate esta falda de oro; quizá, te sea útil.

Cabalgó, durante mucho tiempo, hasta que, por fin, llegó, ante el viento del Este. Preguntó, una vez más, si le podía decir cómo llegar, hasta el príncipe que vivía en el palacio que estaba al este del sol y al oeste de la luna.

-Sí, me parece haber oído hablar del príncipe, y, también, del palacio -dijo el viento del Este-, pero no te puedo indicar el camino, porque, nunca, he soplado, hasta tan lejos. Te llevaré, hasta mi hermano, el viento del Oeste; a lo mejor, él lo sabe, pues es mucho más fuerte que yo. No tienes más que sentarte sobre mi espalda, y te llevaré, hasta allí.

La muchacha se sentó sobre su espalda, y se pusieron en marcha.

Cuando llegaron ante el viento del Oeste, el viento del Este le contó que había traído consigo a una muchacha, con la que quería casarse el príncipe que vivía en el palacio que estaba al este del sol y al oeste de la luna, y le preguntó si él conocía el camino.

-No -repuso el viento del Oeste-, tan lejos, nunca he soplado. Pero, si quieres -le dijo a la muchacha-, te puedes sentar sobre mi espalda, y te llevaré, hasta el viento del Sur; a lo mejor, él te lo puede decir, pues es mucho más fuerte que yo, y sopla y resopla, por todas partes.

La muchacha se sentó sobre su espalda; no había pasado mucho tiempo, cuando llegaron ante el viento del Sur.



Cuando llegaron, el viento del Oeste le preguntó si él conocía el camino, para ir al palacio que estaba al este del sol y al oeste de la luna, pues la muchacha que había llevado consigo quería casarse con el príncipe.

-Ah, ¿sí? -dijo el viento del Sur, que tampoco conocía el camino-. A lo largo de mi vida, he soplado por todas partes -dijo-, pero, tan lejos no he llegado, nunca. Pero, si lo deseas -le dijo a la muchacha-, te llevaré, hasta mi hermano, el viento del Norte; él es el más viejo y fuerte de todos nosotros, así que, si él no te puede indicar el camino, jamás lo averiguarás.

La muchacha tuvo que sentarse sobre su espalda, y se marcharon de allí, de tal forma que tembló la tierra.

No tardaron mucho en llegar ante el viento del Norte, pero, era tan violento e impetuoso que, ya, desde lejos, les lanzó -de un soplo- un montón de nieve y hielo, a la cara.

-¿Qué queréis? -les gritó, de tal modo que les entraron escalofríos.

-Oh, no tienes por qué enfurecerte así, con nosotros -dijo el viento del Sur-, pues soy yo, tu hermano, y ésta es la muchacha, con la que quiere casarse el príncipe que vive en el palacio que hay al este del sol y al oeste de la luna; a ella le gustaría preguntarte si conoces aquel lugar.

-Sí, sé muy bien dónde está -dijo el viento del Norte-. Una vez, soplé una hoja de álamo temblón, hasta allí. Pero, me cansé tanto que, durante muchos días, no pude volver a soplar. Aun así, si quieres ir, hasta allí, a toda costa -le dijo a la muchacha-, y no te da miedo, te montaré sobre mi espalda, y veré si puedo llevarte.

La muchacha dijo que sí, que quería y tenía que llegar, hasta allí, si es que había alguna manera de conseguirlo, y que no le daba, en absoluto, miedo, por muy mal que lo fuera a pasar.

-Entonces, tendrás que pasar, aquí, la noche -dijo el viento del Norte-, pues si queremos llegar, hasta allí, tenemos que tener todo el día por delante.

Al día siguiente, por la mañana, el viento del Norte la despertó, se infló, se hizo tan grande y fuerte que daba miedo, y recorrieron los aires, como si tuvieran que ir al fin del mundo. Estalló, entonces, una tormenta tan violenta que derribó pueblos y bosques enteros, y, al pasar sobre el mar, naufragaron barcos, a centenares. Siguieron avanzando y avanzando, sobre el agua, tan lejos que ningún ser humano puede siquiera imaginarse la distancia. El viento del Norte fue quedándose, cada vez, más y más débil; llegó un momento en que estaba tan débil que, casi, no podía, ya, soplar; se fue hundiendo, cada vez más y más, y, al final, iba, ya, tan bajo que las olas lo golpeaban, en los talones.

-¿Tienes miedo? -le preguntó a la muchacha.

-No, en absoluto -dijo ella.

Ya, no estaban lejos de tierra, así que al viento del Norte le quedaron, aún, las fuerzas justas, para llevarla, hasta la playa que había, bajo las ventanas del palacio que estaba al este del sol y al oeste de la luna. Pero, se quedó tan exhausto y agotado que tuvo que descansar, durante muchos días, antes de poder regresar a casa.

A la mañana siguiente, la muchacha se sentó, bajo las ventanas del palacio, y se puso a jugar, con la manzana de oro. Lo primero que vio fue a la princesa nariguda, con la que se iba a casar el príncipe.

-¿Qué quieres, por tu manzana de oro? -le preguntó a la muchacha, cuando abrió la ventana.

-No la vendo, ni por oro ni por dinero -dijo la muchacha.

-Si no la quieres vender, ni por oro ni por dinero, ¿qué quieres, entonces, por ella? -dijo la princesa-. Te daré lo que me pidas.

-Pues, entonces..., si se me permite dormir, una noche, con el príncipe, será tuya -dijo la muchacha.

-Sí, puedes hacerlo, si quieres -dijo la princesa, llevándose la manzana de oro.

Pero, cuando la muchacha entró, en la alcoba del príncipe, éste estaba profundamente dormido. Lo llamó y lo sacudió, lloró y se lamentó; pero, no pudo despertarlo. Cuando amaneció, llegó la princesa de la larga nariz, y la echó de allí.

Durante el resto del día, la muchacha volvió a sentarse, de nuevo, bajo las ventanas del palacio, y se puso a devanar hilo, en su devanadera de oro. Entonces, ocurrió lo mismo que el día anterior. La princesa le preguntó qué quería, por la devanadera. La muchacha le contestó que no la vendería, ni por oro ni por dinero, pero que, si le permitía dormir, otra noche, con el príncipe, la devanadera sería suya.

La princesa dijo, inmediatamente, que sí, y se llevó la devanadera de oro. Pero, cuando la muchacha subió, el príncipe estaba, otra vez, profundamente dormido. Y, por más que lo llamó y lo sacudió, por más que lloró y se lamentó, no consiguió despertarlo. En cuanto amaneció, llegó la princesa de la larga nariz, y la echó de allí.

Ese día, la muchacha se sentó, con su falda de oro, bajo las ventanas, y se puso a tejer. Cuando la princesa de la larga nariz vio la falda, también quiso tenerla. Abrió la ventana, y le preguntó a la muchacha qué quería, por su falda de oro. Como las dos veces anteriores, la muchacha dijo que no la vendía, ni por oro ni por dinero, pero que, si la princesa le permitía dormir, otra noche, con el príncipe, sería suya.

La princesa dijo que sí, que podía hacerlo, si quería; y se llevó la falda de oro.

Pero, unos cristianos que estaban cautivos, en el palacio – encerrados, en una cámara contigua a la del príncipe-, habían oído, durante dos noches, llamadas y llantos muy lastimeros de una mujer, así que, por la mañana, se lo contaron al príncipe. Cuando, por la noche, llegó la princesa, con la sopa que el príncipe solía tomar, antes de irse a la cama, hizo ver que se la tomaba; pero, lo que realmente hizo fue tirarla, pues sospechaba que la princesa había echado un somnífero, en la sopa.

Cuando, por la noche, la muchacha entró, en la alcoba, el príncipe estaba, todavía, despierto, y se alegró muchísimo de volver a verla. Le pidió que le contara cómo le había ido y cómo había conseguido llegar al palacio. Cuando ella se lo contó todo, él dijo:

-Has llegado justo a tiempo, pues, mañana, debe celebrarse mi boda, con la princesa. No siento ningún aprecio, por ella ni por su larga nariz; tú eres la única a quien quiero. Por eso, diré que deseo poner a prueba lo que sabe hacer mi prometida, y exigiré a la princesa que lave las tres manchas de cera que tengo, en la camisa. Ella, probablemente, aceptará; pero, sé que no lo conseguirá, pues las manchas son las gotas que tu mano derramó, y sólo manos cristianas pueden quitarlas, no las manos de alguien como ella, que pertenece a la chusma de los trols. Entonces, diré que no quiero más novia que la que sea capaz de quitarlas, y, una vez que lo hayan intentado todas, y ninguna lo haya conseguido, te llamaré a ti, para que lo intentes.

Luego, pasaron la noche juntos, alegres y satisfechos.

Cuando, al día siguiente, iba a celebrarse la boda, el príncipe dijo:

-Antes, me gustaría ver de lo que es capaz mi prometida.

La madrastra dijo que aquello le parecía justo.

-Tengo una camisa muy bonita -dijo el príncipe-, que me gustaría llevar puesta, en la boda. Pero, me han caído tres manchas, y quisiera que la lavaran, y me las quitaran. Por eso, he decidido que sólo me casaré con la mujer que lo consiga.

Las mujeres dijeron que bah, que eso no era nada del otro mundo, así que se pusieron manos a la obra. La princesa de la larga nariz empezó a lavar, lo mejor que pudo; pero, cuanto más lavaba, más grandes y más negras se hacían las manchas.

-Bah, no tienes ni idea -dijo su vieja madre trol-. ¡Trae aquí!

Pero, cuando empezó a lavar la camisa, ésta se fue poniendo, cada vez, más negra; y, cuanto más la lavó y la restregó, más grandes se hicieron las manchas.

Entonces, tuvieron que lavar la camisa las demás mujeres trol; pero, cuanto más la lavaban, peor aspecto tenía; y, al final, parecía que la camisa entera hubiera estado colgando de una chimenea.

-¡Bah, ninguna de vosotras sirve, para nada! -dijo el príncipe- Bajo aquella ventana, hay una pobre mendiga. Estoy seguro de que ella sabe lavar mejor que todas vosotras juntas. ¡Pasa, muchacha! -gritó.

Cuando la muchacha entró, él le preguntó:

-¿Serías capaz de lavar esta camisa, y dejarla limpia?

-No lo sé -dijo la muchacha-, pero creo que sí.

La muchacha cogió, entonces, la camisa, que, entre sus manos, quedó tan blanca como nieve recién caída -o más blanca, incluso-.

-¡Sí, a ti es a quien quiero! -dijo el príncipe.

La vieja mujer trol se puso, entonces, tan furiosa que reventó. Creo que la princesa de la larga nariz y toda la demás chusma de trols, también, reventaron, pues, jamás, he vuelto a oír nada de ellos.

El príncipe y su prometida pusieron, entonces, en libertad a todos los cristianos que estaban cautivos, en el palacio. Después, cogieron todo el oro y toda la plata que fueron capaces de llevarse, y se marcharon, muy lejos del palacio que estaba al este del sol y al oeste de la luna.

No sé cómo siguieron, ni hasta dónde llegaron; pero, si son los que yo creo que son, no están nada lejos de aquí.


FIN



Comentarios