Cuento: La costurera

Heberto Gamero Contín


Un cuento venezolano con una hermosa y simple historia



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Entre los empleados que trabajaban en el campo petrolero de la comunidad Cardón enVenezuela alrededor de 1950, había una gran cantidad de extranjeros. Venían a prestar sus servicios a la compañía holandesa que, para esa época, realizaba la refinación de gran parte del hidrocarburo que se explotaba en el país.

Los especialistas en petróleo formaban el grueso de los empleados, pero también había profesionales de las finanzas, salud, marina y otras áreas. Así que en la comunidad convivían entre sí, no solo ingenieros de las más diversas ramas, sino también contadores, técnicos, marinos mercantes y hasta médicos y enfermeras.

Familias completas emigraban, sobre todo de Europa, y se instalaban en las casas que la compañía fabricaba para ellos. Lentamente formaron una gran urbanización que luego se convirtió en una pequeña ciudad. Algunos venían por contrato, otros fijos, y otros los familiares de los contratados o los fijos, se dedicaban a cubrir las diversas actividades que continuamente se iban generando en la comunidad.
Hoy Clemencia, costurera por vocación y también por obligación, apuraba su máquina de coser a todo lo que daba. Era su primer trabajo como modista profesional, por lo que sus manos estaban torpes y su frente sudaba copiosamente. El temor de que, a pesar de todas las pruebas, alguno de los vestidos quedase mal: demasiado largo o corto, con alguna arruga incorregible, de mangas muy chicas, apretado de cintura, o tantas cosas más que su imaginación recreaba, la tenía al borde de un ataque de nervios. Solo le quedaba un día para entregarlos.

Fueron encargados por la señora Finch – una enfermera inglesa que emigró de su país cuando transfirieron a su esposo: oficial de la marina mercante británica y capitán de uno de los gigantescos tanqueros que distribuía el petróleo por el mundo – y la señora Vernet – una dama que, según se decía, estaba emparentada con la aristocracia francesa. Había venido a Venezuela por razones similares a las de su amiga. Mientras su esposo cumplía con su contrato de trabajo en la refinería como médico residente, ella trabajaba enseñando francés a un grupo de niños de la comunidad.

Los vestidos eran para una recepción de bienvenida que se iba a ofrecer al nuevo gerente de la refinería: un holandés de apellido Pening, casado con una escandinava que conoció mientras pasaba unas vacaciones en Dinamarca. La confección de los vestidos estaba bastante adelantada, pero había detalles, tanto de uno como de otro, que le llevaría varias horas, como poner las lentejuelas alrededor del escote, los encajes del cuello, las ballenas para la parte del busto y los pliegues a la cintura de las faldas de tafetán negro. La conversación que ellas habían sostenido, con su característico acento extranjero, mientras se tomaban las medidas, se repetía y se repetía en la cabeza de Clemencia.

-¡Ay! Estoy tan entusiasmada con esa fiesta que no hago otra cosa que pensar en ella- dijo la francesa.
-También yo – contestó la inglesa -. No son muchas las oportunidades que tenemos para hacer vida social.

-¿Es cierto que viene el gobernador y toda su comitiva?

-No me extrañaría. Tú sabes, la política está en todo. De lo que sí estoy segura es que vendrá la plana mayor de las principales oficinas petroleras del país. Habrá gente importante.

-¡Qué emoción, qué emoción! – respondió la francesa, dando saltitos.
En aquel momento, Clemencia tomaba las medidas con gran cuidado, revisando una y otra vez, y anotándolas en su libreta plástica imitación de piel: cintura tanto, cadera tanto…

La francesa no paraba de hablar.

-Es la primera vez que me hago un vestido a la medida. En Paris, siempre iba a las tiendas y me probaba cuentos de ellos hasta que finalmente daba con uno que me gustara, pero aquí, aquí no consigo nada de mi agrado. Así que ya sabe señora –Dijo, haciendo énfasis en su voz, mientras Clemencia se arrodillaba en el piso y ponía la cinta métrica desde la cintura hasta el tobillo de la mujer -. Éste debe ser el más bello de todos.

-Así será- dijo, tratando de controlar sus nervios.
Por un momento, ella misma se vio en medio de aquella gran reunión con el vestido de la revista que vio en el quiosco de la esquina, bailando con apuestos caballeros que hacían fila para tener el placer de danzar al compás de sus pasos. Cuando volvió en sí, borró la última medida y la tomó de nuevo.



***

Clemencia no era modista de academia, pero aprendió con Mamaima, su madrina, a quien consideraba su segunda madre, que con mucha paciencia pasaba largas horas con ella enseñándole las artes del hilo y las agujas. La llamaba mamaina, y no madrina, porque como la había criado desde muy pequeña, entonces era como su mamá, y siendo también su madrina, como se dijo, se hizo una confusión de títulos en su cabeza que ya no sabía quién era quién.

Finalmente resolvió, de forma muy salomónica, repartir en partes iguales el peso de un cargo de tanta responsabilidad. De esta forma, la niña unió las palabras mamá y unas letras de madriana y quedó Mamaina. Y, si en principio hubo algún recelo entre las dos matronas (la verdadera y la de crianza), quedo saldado para siempre con esta salida que la niña ideó en su inocente cabeza. Aunque fue mucho después, cuando Clemencia aún joven enviudó, que se vio forzada a convertirse en una modista de alta costura. Cualquier ocupación era buena después de aquel triste acontecimiento, pero dio gracias a Dios porque Mamaina le había enseñado una profesión que le permitía trabajar en casa y vigilar mejor al cúmulo de hijos que había tenido, sobre todo a los dos menores que, según decía, le ponían los pelos de punta. Además, desarrolló una gran facilidad para escoger las mejores telas de acuerdo al tipo de traje y para transformar los vestidos que veía en revistas y figurines en autenticas obras de arte.

Fue precisamente en la vieja máquina que le legó Mamaina, una Singer de pedal de principios del siglo veinte, que había comenzado confeccionando y vendiendo batas para estar en casa. Eran vestidos sencillos, anchos, sin mangas, de cuellos en forma de v, y para hacerlos más atractivos, le ponía una cinta de color contrastante en el doblez de la costura de las mangas y del cuello: a los amarillos le ponía una cinta verde, a los azules una roja, y a los estampados algún color que repitiera uno de los de la tela, de esa forma podía hacer incontables combinaciones. Eran ideales para el permanente calor de esa tierra árida todo el año y los podía fabricar sin pedidos previos, total, eran talla única y, salvo algunas contadas excepciones en que la cliente desbordara de hermosura, los podía vender sin mucho esfuerzo. Como su producción era rápida, eran también baratos, y por supuesto, si el cliente traía la tela, mucho más todavía. Todo negocio era bueno con tal de juntar lo suficiente para sostener a la prole.

Esto de las batas la ayudó a mantenerse por un tiempo, hasta que todas las mujeres conocidas: familiares, vecinas y amigas, ya tenían varias de las cómodas y económicas baticas, por lo que Clemencia tuvo que probar en otras áreas. Fue cuando el Hospital Central de la comunidad le encargó hacer los camisones blancos de los médicos y los pijamas para los enfermos. También era un trabajo sencillo, aunque no le gustaba mucho la idea de tener que salir de casa dos veces por semana para entregar la mercancía. ¿Con quién dejaba a los pequeños?

Esa fue una actividad que mantuvo por varios años, hasta que se cansó de ello y decidió hacer otro cambio. Pero esta vez pensó en un nuevo público: las enfermeras del hospital y las esposas de los médicos para los que trabajaba. La mayoría de ellas europeas muy elegantes, altas y de buen gusto, pero, ¿cómo podría coser para ellas si aún no había hecho nada que realmente valiera la pena? Entonces se llenó de fuerza y decidió hacerse un vestido. Sí, algo para ella misma, algo que pudiese mostrar con orgullo a sus clientes, digno de la mejor de las modistas. Lo vio en la portada de una revista de modas que estaba exhibida en el quiosco de la esquina. Era un traje de cóctel ajustado a la cintura y mangas tres cuartos, hecho en una tela que parecía lino. Tenía unos diminutos pliegues que salían de sus hombros y hacían juego con unos similares al borde de las mangas, junto debajo de los codos. La ojeó con intenciones de comprarla. “Dentro debe de traer el patrón y las explicaciones para hacerlo”, pensó emocionada. Pero al preguntar el precio desistió de la idea. Sin embargo, lo grabó en su mente como si se tratara de una fotografía. Luego fue a su casa y, sin pensarlo más, agarró el metro y empezó a tomar sus medidas.

Tomó un papel y un lápiz, y sobre la mesa de cartón piedra que tenía sobre dos burros de madrea, comenzó a trazar las líneas del vestido tal cual lo había visto en la revista. Luego cortó el papel y, una por una, puso las piezas sobre su cuerpo. Ajustó el espacio para los senos y la cintura, redujo un poquito aquí, otro por allá, y los puso en limpio.

Después, sobre la misma mesa, tendió una tela que le había regalado una de sus comadres el día de su cumpleaños, puso el papel encima alineado al borde de la tela y la cortó siguiendo las líneas que había en los patrones. Montó un hilo al tono y comenzó a unir las piezas. Pasó todo un día tras la máquina, dando pedal y abrillantando aún más la pulida rueda de metal para que funcionara. Como siempre, alternó el trabajo con variados gritos, muy disuasivos todos, dirigidos a los diablitos cuando llegaron del colegio y comenzaron a hacer de las suyas. Esta vez, no le hizo falta levantarse con la correa en la mano para poner orden en casa, o quizá sí- el más gordo corría tras el más flaco con su puño en alto, dispuesto a descargarlo sobre alguna parte de su escuálido cuerpo-, pero con la emoción del experimentos, las maldades de los niños le pasaron casi desapercibidas.

Ya terminado el vestido, lo limpió de hilos sueltos, cortó con la punta de la tijera los que aún sobresalían de las costuras, lo planchó, y por último, lo colgó en un gancho. Luego tomó una rápida ducha y enseguida se lo probó. Parecía otra. Le quedaba perfecto. Coqueta, pasó el peine por su pelo, mientras giraba y se veía la espalda. Estaba admirada de sí misma.

- ¡Toña! ¡Elsa, Beatriz!
- ¿Qué?- se oyeron varios gritos que, como ecos, provenían del cuarto de las muchachas.
- Vengan ¿Qué les parece? – preguntó Clemencia con una gran sonrisa.
- Pero, ¡que bello te queda!- dijo una.
-¡Y el entalle, está perfecto! – dijo la otra.
- ¡Casi sin arrugas! – La tercera.

Además, le dijeron que la hacía ver tan elegante como las mujeres que salían en las revistas.

-No sé- dijo Clemencia aún sonriente, al tiempo que un rubor emergía en sus mejillas. Pensó en los dos mayores. Uno se había ido a la capital a estudiar, y el otro a buscar oro y diamantes en las minas del sur
-Eso lo dicen porque son mujeres. Lástima que no están los muchachos aquí para que me dieran su opinión de hombres. Así estaría más segura de que verdaderamente el vestido es bonito.
- ¡Claro que es bonito! – contestaron todas en coro.

Ella hizo como que no les creyó, pero a partir de ese día se aventuró a ofrecer sus servicios como modista profesional a las esposas de los médicos y a las enfermeras del hospital de la comunidad. Y esté, los vestidos de la señora Finch y de la señora Vernet, era su primer intento.

Ya los niños estaban dormidos cuando pegó la última lentejuela al traje de la señora Finch y los encajes al de la señora Vernet. En la mano aún tenía la aguja y el dedal, pero de tanto hacer y deshacer, de tanto repetir lo mismo durante horas y horas, los sentidos se resienten y el pulso tiembla: un leve pinchazo en su dedo, casi imperceptible, pero abundante en sustancia, había hecho que unas chispas de sangre se diseminaran por los vestidos que reposaban sobre sus piernas. Al darse cuenta y llena de pánico, corrió hasta el lavamanos mientras chupaba con fuerza su dedo pinchado, lo lavó hasta que paró de sangrar, se puso una bandita y, desesperada, mojó la punta de una toalla y corrió de nuevo hacia los vestidos para enjuagar las pequeñas manchas, pero ya era tarde, se habían secado, por más que restregó, no salieron. Sintió que el corazón se le atoró en su garganta, y cuando estuvo a punto de estallar en un llanto convulso, notó que las pequeñas manchas estaban al revés de los vestidos. Violentamente los volteó, los puso a la luz de la lámpara aliviada, comprobó que no se notaban. Un suspiro de paz la reconfortó. Cuidadosamente y muerta de cansancio, cortó los hilos sueltos, les sacudió las pelusas y los planchó. Luego extendió sobre la mesa para cortar y dio unos pasos hacia atrás para apreciarlos mejor. “Se ven bien”, se dijo. No obstante, de nuevo sintió la presión en su garganta al pensar en la posibilidad de un fracaso.

Esa noche le costó conciliar el sueño. Cientos de imágenes venían a su cabeza. Apenas unas horas antes de que los primeros rayos del sol hicieran su aparición en el horizonte, vio a la señora Finch y a la señora Vernet en un gran salón decorado al estilo rococó, lleno de luces y de música.

Había hombres y mujeres con espectaculares trajes, pero no de esta época, parecían de otro siglo. Le sorprendió mucho ver que ella estaba ahí y que todos los trajes de la fiesta llevaban su firma, por lo que era objeto del halago de todos los presentes. La señora Finch llevaba un elegante traje y un tocado grande lleno de adornos. Su vestido mostraba un insinuante escote ajustado y rematado con piel de marta de bello color. Tenía estrechos pliegues e iba todo bordado por dos listas de color blanco. Complementaba un collar de perlas sujeto por unos enganches de oro. Y su tocado llamado: “De la Victoria”, llevaba una pluma de avestruz con dos ramas de olivo que caían a un lado como cabos sueltos al viento.

Iba acompañada de un elegante caballero que debía de ser el capitán Finch, quien esta vez no llevaba su característica gorra y su impecable uniforme blanco de oficial mercante, sino que parecía más bien un caballero de gran alcurnia. Lucía un traje confeccionado con hilo de oro. El justillo (un chaquetón grande con una fila de botones muy pegados a lo largo del pecho y abdomen), lo llevaba abierto de un lado, por lo que se podía ver su reluciente espada. Y los calzones los llevaba recogidos por debajo de las medias, sin hebilla. Claro, no podía faltar en su atuendo la ondulada peluca de pelo blanco, largo y suelto, que marcaba la moda en la época de Luis XV y que danzaba de un lado al otro mientras el capitán recorría la sala al compás de celestiales notas musicales.

Clemencia miraba extasiada. La señora Vernet se le acercó apenas terminñi uno de los bailes.

-Señora Clemencia, tiene unas manos de oro.

-Gracias – le respondió con una sonrisa, al tiempo que se ventilaba con un abanico de hilos brillantes que dibujaban nardos y jazmines.
Clemencia detalló su creación mientras la señora Vernet se alejaba al tocador. Su falda era en forma de campana, rígida y entallada en la cintura. El toque especial del cual Clemencia se sentía orgullosa era la mantilla. Una especie de bufanda con los extremos en pico cruzaba sobre el corpiño para, finalmente, atarse a la espalda. Se veía radiante.

El gobernador de la ciudad se acercó atentamente al sitio donde se encontraba Clemencia sentada. Llevaba una peluca de monedero bajo un sombrero de puntas, un corbatín, una camisa blanca y un chaleco largo abrochado solo en la parte de abajo hasta el cinturón. Con una elegante reverencia, en la que se despojó de su sombrero e inclinó su cuerpo hasta la altura de su cintura, le pidió bailar la próxima pieza. Ella, de forma delicada, cerró su abanico, y una expresión luminosa en su cara. Extendió su mano mientras se incorporaba, y al estrechar la del apuesto caballero, la alarma del reloj retumbó en su cabeza.

Se estiró un poco. Cuando recordó la cara del gobernador de sus sueños no le cupo duda de que era la de Nino, su esposo ausente. Pensó en cómo le hubiese gustado bailar esa pieza con él. Haciendo un esfuerzo se levantó y fue a despertar a los niños para que fueran a la escuela. Después, observó los vestidos a la claridad del día, pero la luz no era suficiente. Los llevó hasta el patio y comprobó una vez más que las manchas no se notaran.

Era media mañana cuando la señora Finch y la señora Vernet fueron por sus vestidos. Se los probaron y quedaron felices.

Es noche a la misma hora en que se estaba celebrando la fiesta, Clemencia se puso su vestido de revista, llamó a las muchachas y a los niños y bailó con ellos alrededor del cuarto de la costura. Se movían tomados de la mano, sonrientes, con pasos largos y flexionando sus rodillas al tiempo que ella tarareaba un vals de Strauss que alguna vez escuchó en algún sitio. Pensó qué feliz sería si la hubiesen invitado a la gran fiesta, pero se conformó con saber que, en ese preciso momento, parte de su sangre estaba ahí, danzando por ella. 


FIN

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